EL QUEBRANTAMIENTO Y LA DISCIPLINA


LA CONSAGRACION Y LA DISCIPLINA

Es indispensable una absoluta consagración al Señor para que el hombre exterior sea quebrantado. La consagración por sí sola no resuelve todos los problemas; solamente expresa nuestra disposición a rendir nuestra vida incondicionalmente a Dios. La consagración constituye sólo el comienzo de nuestra jornada y es el primer paso que damos en un momento de decisión, cuando tomamos la firme determinación de entregarnos sin reservas al Señor. No significa que con ella Dios concluya Su obra en nosotros; más bien, la inicia. Tampoco es una garantía de que Dios nos usará grandemente, porque después de ella, todavía tenemos por delante una larga jornada de disciplina de parte del Espíritu Santo. Es crucial que esta disciplina se añada a nuestra consagración, porque en gran parte depende de ello que seamos vasos útiles al Señor. Por lo tanto, debemos cooperar consagrándonos, pues si no lo hacemos, le sería difícil al Espíritu Santo aplicar Su disciplina.
Hay una gran diferencia entre la consagración y la disciplina del Espíritu Santo. Cuando consagramos nuestro ser al Señor, lo hacemos de acuerdo con la escasa luz que recibimos; pero cuando el Espíritu Santo nos disciplina, lo hace según Su propia luz, la cual nos imparte abundantemente. Al consagrarnos, lo hacemos basándonos en nuestra escasa visión espiritual, y ésa es la razón por la cual no alcanzamos a comprender cabalmente lo que nuestra consagración implica. La luz que recibimos es tan limitada que cuando creemos estar en la cumbre de la consagración y bajo la luz más gloriosa, a los ojos de Dios todavía estamos en tinieblas. Es por eso que lo que consagramos a Dios según nuestra luz, jamás satisface Sus requisitos ni complace Su corazón. Pero la disciplina del Espíritu Santo es totalmente diferente; nos calibra bajo la luz divina, según lo que Dios ve, no según lo que nosotros percibimos. El sabe exactamente lo que necesitamos y por medio de Su Espíritu prepara las circunstancias precisas para producir el quebrantamiento de nuestro hombre exterior. Por lo tanto, podemos decir que la obra disciplinaria del Espíritu Santo trasciende enormemente nuestra consagración.
La obra del Espíritu Santo se basa en la luz de Dios y se determina por Su perspectiva. Por eso decimos que es mucho más profunda y completa que nuestra consagración. Muchas veces nos sorprendemos ante las situaciones que se nos presentan y reaccionamos equivocadamente. Por lo general, lo que creemos más conveniente no es lo mejor a los ojos de Dios. Desde nuestra perspectiva sólo alcanzamos a ver una pequeña parte del panorama completo. Sin embargo, el Espíritu Santo prepara las situaciones que nos rodean, en conformidad con la luz de Dios. La disciplina del Espíritu Santo va mucho más allá de lo que nuestro intelecto puede comprender. En ocasiones hay golpes que nos toman por sorpresa, y no nos sentimos preparados para recibirlos; nos parece que son muy severos y repentinos para nuestra condición. Gran parte del quebrantamiento del Espíritu Santo nos llega sin previo aviso y, por ende, en ocasiones, podemos ser sacudidos por un golpe inesperado. Tal vez creamos estar bajo la iluminación de la luz divina, pero para Dios aquello es sólo una luz tenue y vacilante, y en ocasiones, ni siquiera eso. Aunque creemos conocer a fondo nuestra condición, no es así; es por eso que el Espíritu Santo nos disciplina en conformidad con la luz divina. Desde el momento en que fuimos salvos, Dios ha venido planeando y ordenando todas nuestras situaciones con el fin de traernos el mayor beneficio, pues sólo El sabe lo que verdaderamente somos y lo que necesitamos.
La obra del Espíritu Santo en nosotros tiene un aspecto positivo y uno negativo. El primero edifica, y el segundo derriba. El Espíritu Santo mora en nosotros desde que fuimos regenerados; pese a ello nuestro hombre exterior lo restringe. Esto es semejante a un hombre que calza zapatos nuevos; los siente tan duros y apretados que le es difícil caminar con ellos. El hombre exterior le ocasiona
tantas dificultades al hombre interior que éste no puede controlarlo. Es por eso que Dios ha venido quebrantando nuestro hombre exterior desde el mismo día en que fuimos salvos, y lo hace de acuerdo con Su sabiduría, no según lo que nosotros pensamos que necesitamos o que nos conviene. El siempre descubre nuestra tenacidad y todo lo que no esté sometido al hombre interior, y precisamente ahí descarga Su disciplina con toda sabiduría.
La estrategia del Espíritu Santo al enfrentar al hombre exterior, no es fortalecer al hombre interior ni proporcionarle gracia para que éste lo enfrente. No quiero decir con esto que el hombre interior no necesite ser fortalecido, sino que la estrategia de Dios es diferente. Esta consiste en minar la fuerza del hombre exterior por medio de las situaciones externas. Al hombre interior le es difícil enfrentar y someter al hombre exterior, pues éstos tienen naturalezas diferentes. La naturaleza del hombre exterior corresponde a la del mundo exterior, y es por eso que todo lo externo lo afecta, lo oprime, lo golpea y puede derrotarlo fácilmente. Así que, Dios se vale de las situaciones externas para quebrantarlo.
En Mateo 10:29 dice: “¿No se venden dos pajarillos por un asarion?” Y en Lucas 12:6 leemos: “¿No se venden cinco pajarillos por dos asariones?” Con un asarion se compraban dos pajarillos, y con dos asariones, cinco. Esta es una ganga. El quinto pajarillo lo daban gratis. Con todo, “ni uno de ellos cae a tierra sin vuestro Padre” (Mt. 10:29). Además, la Escritura dice: “Pues aun los cabellos de vuestra cabeza están todos contados” (Mt. 10:30). Esto nos muestra que todo lo que le sucede al creyente ha sido dispuesto por Dios. Nada nos sucede por simple casualidad. Dios desea que nos demos cuenta que todo está bajo Su providencia.
Dios dispone todas las circunstancias conforme a lo que El sabe que necesitamos. El sabe qué es lo mejor para nuestro hombre interior, y cuál es la mejor manera de quebrantar y deshacer nuestro hombre exterior. El sabe perfectamente cuáles circunstancias quebrantan al hombre exterior; y por consiguiente hace que eso mismo nos sobrevenga una vez, dos veces o las que sean necesarias. Tenemos que entender que todo lo que nos ha acontecido durante los últimos cinco o diez años, fue ordenado por Dios con el fin de instruirnos. Si murmuramos contra otros o pensamos que lo que nos acontece es una mala racha o mala suerte, no tenemos idea de lo que es la disciplina del Espíritu Santo. Recordemos que todo lo que nos sucede ha sido calculado por Dios y redunda en nuestro bien. Tal vez no sea de nuestro agrado, pero Dios sabe que aquello es lo mejor que nos puede pasar. Basta pensar un poco en las aflicciones que podríamos haber sufrido si Dios no nos hubiera golpeado y si no nos hubiese puesto en las circunstancias en las que nos puso. Son éstas las que nos han mantenido puros y en el camino del Señor. Pero muchas personas no se
someten a la disciplina del Espíritu Santo, pues neciamente murmuran y se resienten en su corazón. No olvidemos que todo lo que nos acontece ha sido medido por el Espíritu Santo, quien sólo busca nuestro bien y lo mejor para nosotros.
Cuando un hombre es salvo, el Espíritu Santo empieza inmediatamente a trabajar en él. Al principio, el Espíritu no encuentra plena libertad para obrar, hasta que llega el día en que el nuevo creyente es motivado a consagrarse al Señor. Quisiera recalcar el hecho de que desde el mismo día en que uno es regenerado, el Espíritu Santo comienza Su obra disciplinaria en uno, pero sólo cuando uno se consagra plenamente le da completa libertad para que aplique Su disciplina. Por lo general, después de que uno es salvo y antes de consagrarse, transcurre un tiempo en el que uno todavía se ama más a sí mismo que al Señor y por eso se resiste a cederle absoluto control de su vida. No podemos decir que durante ese lapso el Espíritu Santo no aplique ninguna disciplina, pero sí que Su esfuerzo se concentra en disponer las circunstancias para atraernos más a Dios y quebrantar nuestro hombre exterior. Finalmente, el creyente es iluminado por Dios y decide consagrarse al Señor, pues entiende que no debe seguir viviendo para sí mismo. Y aunque tal vez la luz que percibe sea débil, es suficiente para acudir a Dios y decirle: “Me consagro a Ti. No importa si me espera la muerte o la vida, te rindo todo mi ser”. Desde ese momento el Espíritu Santo recibe plena libertad para actuar, e intensifica Su tratamiento en él. Por eso es tan importante consagrarse. Es muy probable que después de consagrarnos nos sobrevengan diversas pruebas, pues ya nos hemos entregado incondicionalmente al Señor. Ya le hemos dicho al Señor: “Señor, haz en mí lo que mejor te parezca”. Puesto que nos hemos consagrado de este modo, el Espíritu Santo puede moverse en nosotros sin hallar resistencia de nuestra parte. Por consiguiente, independientemente del grado de nuestra consagración, debemos prestar especial atención a la obra disciplinaria del Espíritu Santo.

LA MEJOR FORMA DE RECIBIR GRACIA

Desde el primer día que una persona es salva, Dios empieza Su obra de edificación en ella, al impartirle Su gracia. La gracia de Dios puede ser suministrada de muchas maneras. Podemos llamar a estas maneras los medios para recibir gracia. Por ejemplo, orar es un medio para recibir gracia, porque podemos acudir a Dios y recibir gracia allí. Escuchar mensajes es otro medio por el cual recibimos la gracia de Dios. Estos se pueden describir como “medios por los cuales se recibe gracia”, o simplemente “medios de gracia”. La iglesia ha usado esta expresión por siglos. Estos medios son canales que Dios usa para brindarnos Su gracia. Desde el comienzo de nuestra vida cristiana hasta hoy, hemos recibido mucha gracia por muchos medios: las reuniones, los mensajes
de la Palabra, la oración, entre otros. Pero quisiera hacer énfasis en el medio más eficaz por el cual recibimos la gracia y el cual no debemos desatender; me refiero a la disciplina del Espíritu Santo. Este es el principal medio de gracia para todo creyente. Ningún otro se le puede comparar: ni la oración, ni el estudio de la Palabra, ni las reuniones, ni escuchar mensajes, ni esperar, ni meditar en el Señor, ni alabarle. Ninguno de éstos es tan importante como la disciplina del Espíritu Santo, la cual es el medio por excelencia que nos trae gracia.
Si revisamos nuestra experiencia con respecto a los diferentes canales por los cuales recibimos la gracia, nos daremos una idea de cuánto hemos avanzado con Dios. Si nuestro progreso espiritual sólo se basa en la oración, los sermones y la lectura de las Escrituras, nos hemos desviado del principal medio por el cual recibimos gracia. Todo lo que experimentamos diariamente con nuestra familia, en la escuela, en el trabajo o en la rutina diaria, ha sido preparado por el Espíritu Santo para nuestro beneficio. Si no lo aprovechamos y permanecemos ignorantes y cerrados a este canal de la gracia, sufriremos una enorme pérdida. La disciplina del Espíritu Santo es crucial, puesto que es el principal medio por el que recibimos gracia durante toda la vida cristiana. La disciplina del Espíritu Santo no puede ser reemplazada por el estudio de la Palabra, la oración, las reuniones, ni por ningún otro medio de gracia. Por supuesto, debemos orar, estudiar la Biblia, escuchar mensajes y utilizar estos medios, pues todos son valiosos e indispensables; pero ninguno de ellos puede reemplazar a la disciplina del Espíritu Santo. Si no aprendemos las lecciones básicas, no podemos ser creyentes apropiados ni podremos servir a Dios. Escuchar mensajes puede nutrir nuestro ser interior; orar puede avivarnos interiormente; leer la Palabra de Dios puede reconfortarnos; y ayudar a otros puede liberar nuestro espíritu. No obstante, si nuestro hombre exterior no ha sido quebrantado, otros verán contradicciones en nosotros, y notarán que nuestro corazón no es muy puro. Por un lado, detectarán nuestro celo; pero por otro, percibirán un conflicto de intereses. Por una parte, verán que amamos al Señor, pero también verán que aún nos amamos a nosotros mismos. Podrán decir: “Este es un hermano querido” y añadirán: “Pero algo necio”. Esto sucederá si nuestro hombre exterior no ha sido quebrantado. Así, aunque la oración, los mensajes y la lectura de la Biblia nos edifican, la más grande edificación proviene de la disciplina del Espíritu Santo.
Debemos cooperar con Dios consagrándonos totalmente, pero no debemos suponer que la consagración puede reemplazar la disciplina del Espíritu Santo. La función de la consagración es proporcionar al Espíritu de Dios la oportunidad de trabajar en nosotros sin impedimento. Debemos orar así: “Señor, me entrego en Tus manos y te cedo mi vida para que obres sin obstáculos en mí y me des lo que Tú veas necesario”. Si nos sujetamos a lo que el
Espíritu Santo ha dispuesto, indudablemente cosecharemos el beneficio. El simple hecho de someternos nos traerá mucho provecho espiritual. Pero si en lugar de tomar esta actitud, argumentamos con Dios y hacemos nuestra propia voluntad, erraremos el camino. Lo más crucial es que nos consagremos al Señor incondicionalmente y sin reservas. Una vez que entendamos que todas las situaciones que nos rodean fueron ordenadas por Dios, y que aun las que nos parecen más desagradables nos benefician, seremos dóciles a Su disciplina y veremos obrar al Espíritu Santo en nosotros de muchas maneras.

QUEBRANTADOS DESDE TODOS LOS ANGULOS

Cada persona tiene debilidades diferentes o está atada por un asunto en particular. Dios irá eliminando específicamente cada una de esas ataduras. Inclusive, asuntos tan triviales como la comida o el vestido no escaparán de la corrección minuciosa de Dios. Su trabajo es tan detallado que no pasará por alto ni el más mínimo detalle. Tal vez seamos atraídos por algo de lo cual no estamos conscientes, pero Dios lo sabe y se encargará de manifestarlo. Solamente cuando El quite todo esto de nosotros, nos sentiremos completamente libres. Por medio de la obra detallada del Espíritu Santo llegaremos a valorar lo detallada que es Su obra. Aun lo que se nos escapa y ya hemos olvidado, el Señor lo traerá a cuentas; nada se le escapará. Su trabajo es perfecto, y no se detendrá ni quedará satisfecho hasta que satisfaga Sus propios requisitos. Muchas veces Dios nos disciplina por medio de otras personas. Nos rodea de personas que nos resultan insoportables, o a las cuales envidiamos o menospreciamos. En numerosas ocasiones también utiliza personas que estimamos, para darnos las lecciones que nos hacen falta. Antes de pasar por estas experiencias no podemos ver lo sucios e impuros que somos. Pensamos que nos hemos consagrado por completo al Señor, pero después de pasar por la disciplina del Espíritu Santo, nos damos cuenta hasta qué grado las cosas externas nos atan y cuánta impureza todavía tenemos.
Otro aspecto de nuestra vida que el Señor toca es nuestro intelecto. Por lo general, nuestros pensamientos son confusos, naturales, independientes e incontrolados. Nos creemos muy astutos, pensamos que todo lo sabemos y que tenemos una mente superior a la de los demás. Entonces el Señor permite que cometamos error tras error y que tropecemos una y otra vez, con el fin de mostrarnos que nuestros pensamientos no son confiables. Una vez que recibamos Su gracia en este respecto, temeremos a nuestros pensamientos como tememos al fuego. De la misma manera que retiramos la mano del fuego, huiremos de ellos y nos diremos: “No debo pensar así; temo a mis pensamientos”. Otras veces Dios se ocupa de nuestras emociones y hace que pasemos por ciertas situaciones. Algunos hermanos tienen afectos muy activos. Cuando están contentos dan rienda suelta a su gozo, y cuando están deprimidos
no encuentran consuelo. Todo su ser gira en torno a sus emociones. Cuando están tristes, nadie puede alegrarlos; pero cuando están alegres, nada les hace recobrar la sobriedad. Sus afectos los controlan a tal grado que su alegría se vuelve alboroto y su tristeza los arrastra a la pasividad. Sus emociones son su vida, y son tan manipulados por ellas que las justifican. Es por eso que Dios tiene que intervenir y regularlos por medio de las circunstancias. Les prepara situaciones tales que no se atreven ni a alegrarse ni a deprimirse en exceso. En consecuencia, aprenden a no vivir por sus emociones, sino por la gracia y la misericordia de Dios.
Aunque la debilidad más común de muchos tiene que ver con sus pensamientos y sus emociones, el problema principal de la gran mayoría radica en su voluntad. Las emociones y los pensamientos muchas veces son un problema debido a que la voluntad no ha sido tocada por Dios. En realidad, la raíz del problema reside en la voluntad. Algunos se atreven a decir con mucha facilidad: “Señor, no se haga mi voluntad, sino la tuya”. Pero cuando atraviesan experiencias difíciles, ¿cuántas veces le permiten realmente al Señor encargarse de la situación? Cuanto menos se conocen a sí mismos más fácil se les hace hablar así, y cuanto menos luz divina tienen más capaces se creen de obedecer a Dios sin ningún problema. Los que se jactan sólo muestran que no han pagado el precio del quebrantamiento. Los que declaran estar muy cerca del Señor, muchas veces son los que se encuentran más alejados de El y más carecen de luz. Sólo después de recibir la disciplina del Señor reconocen cuán necios son y cuán llenos de conceptos están, pues antes siempre se habían creído muy acertados en sus opiniones, sentimientos, métodos, puntos de vista y en sus mismas personas. Veamos cómo el apóstol Pablo obtuvo la gracia de Dios al respecto. Filipenses 3:3 es el versículo que más claramente presenta esto: “No teniendo confianza en la carne”. Pablo aprendió que la carne no era nada confiable. Tampoco debemos confiar en nuestros propios juicios. Tarde o temprano Dios nos guía a reconocer que nuestros juicios tampoco son dignos de fiar. Dios permitirá que cometamos error tras error hasta que, humillados, confesemos: “Mi vida pasada está llena de errores; mi vida actual también y en el futuro seguramente me seguiré equivocando. Señor, necesito Tu gracia”. Con frecuencia el Señor permite que nuestros juicios nos acarreen graves consecuencias. Casi siempre que emitimos un juicio sobre algún asunto, resulta equivocado. Aún así, damos nuestra opinión una vez más. En otros casos, el error es tan terrible que no podemos recuperar lo perdido. Finalmente quedamos tan golpeados por nuestros fracasos que cuando se nos pide juzgar otro caso, decimos: “Temo a mis propios juicios como al fuego del infierno, pues mis juicios, mis opiniones y mi conducta están llenos de errores. Señor, tengo la tendencía de cometer errores, pues soy un simple ser humano lleno de equivocaciones. A menos que Tú tengas misericordia de mí, me lleves de la mano y me guardes, me seguiré equivocando”. Cuando oramos así, nuestro
hombre exterior empieza a desmoronarse y no nos atrevemos a confiar en nosotros mismos. Por lo general, nuestros juicios son imprudentes, precipitados y necios. Pero después de que Dios nos quebranta vez tras vez, y después de que pasamos por toda clase de fracasos, diremos humildemente: “Dios, no me atrevo siquiera a pensar ni a tomar decisiones por mi cuenta”. Esto es lo que produce en nosotros la disciplina del Espíritu Santo después de trabajar en nosotros valiéndose de las circunstancias y las personas.
La disciplina del Espíritu Santo es una lección que nunca va a disminuir en nosotros. Tal vez pueda escasear el ministerio de la Palabra u otros medios de gracia, pero el medio principal por el cual recibimos gracia nunca faltará. La provisión de la palabra puede variar de acuerdo con las limitaciones o con circunstancias diversas, pero no la disciplina del Espíritu Santo, pues las circunstancias en lugar de limitarla, la realzan más. También es posible que en ocasiones digamos que no tenemos oportunidad de escuchar mensajes, pero nunca podremos decir que no tenemos oportunidad de obedecer la disciplina del Espíritu Santo. Nos puede faltar enseñanza de la palabra, pero no enseñanza del Espíritu Santo, pues éste prepara cada día oportunidades para que recibamos Sus lecciones.
Debemos entender claramente que si rendimos nuestra vida a Dios, El nos dará gracia por un medio más efectivo que la ministración de la palabra, a saber: la disciplina del Espíritu Santo. No debemos pensar que la suministración de la palabra es el único medio para recibir gracia, pues no olvidemos que el canal principal para que fluya la gracia es la disciplina del Espíritu Santo. Esta es el medio de gracia por excelencia y no sólo está disponible para los más cultos, perspicaces o sobresalientes, pues no hace acepción de personas ni favorece a nadie en particular. Todo hijo de Dios que se ha entregado incondicionalmente al Señor, es objeto de la disciplina del Espíritu Santo. Por medio de tal disciplina, aprendemos muchas lecciones prácticas. No debemos pensar que es suficiente tener el ministerio de la palabra, la gracia de la oración, la comunión con otros creyentes y los demás medios de gracia, pues ninguno de ellos puede reemplazar la disciplina del Espíritu Santo. Esto se debe a que necesitamos no sólo que algo sea edificado, sino también que algo sea derribado, a saber: todo lo que hay en nosotros que no pertenece a la esfera de la eternidad.

LA APLICACION PRACTICA DE LA CRUZ

La cruz no es una simple doctrina, pues tiene que ser aplicada en la práctica; debe ser una realidad para nosotros. De hecho, es la cruz la que destruye todo lo que pertenece a nuestro yo. Después de recibir golpe tras golpe, cuantas veces sea necesario, somos libres de la arrogancia y nos volvemos sencillos. Esto no se logra sólo recordando que debemos ser humildes y rechazar nuestra arrogancia,
pues tal negación no durará más de cinco minutos. La manera de deshacer definitivamente el orgullo es la disciplina de Dios. Por más orgullo que tengamos al principio, después de recibir los golpes de Dios una y otra vez, la arrogancia empieza a disminuir y se torna en humildad. Nuestro hombre exterior no puede ser derrotado por ninguna doctrina, enseñanza o buen propósito; sino solamente por la corrección de Dios y la disciplina del Espíritu Santo. Después de recibir una buena dosis de disciplina, el hombre espontáneamente deja su orgullo. Eliminar el orgullo y derrotarlo no depende de nuestra memoria ni de nuestra decisión, ni de que escuchemos un mensaje sobre la negación ni de que nos esforcemos por seguir una enseñanza. Unicamente por la cruz el hombre exterior llegará a aborrecer su condición y a temerle como al fuego del infierno. Nuestra vida depende de la gracia de Dios, no de traer a la memoria constantemente que debemos actuar de cierta manera. La obra que Dios realiza en nosotros es confiable y permanente. Cuando El la termine, no sólo recibiremos gracia y fortaleza en nuestro hombre interior; sino que el hombre exterior, el cual era un obstáculo que entorpecía Su Palabra, Su propósito y Su presencia, será totalmente quebrantado. Antes de este quebrantamiento, el hombre exterior no estaba en armonía con el hombre interior, pero al ser quebrantado, se postrará con temor y temblor; se rendirá ante el Señor y no volverá a presentar rivalidad con el hombre interior.
Todos los creyentes necesitamos que el Señor nos quebrante. Si damos una mirada retrospectiva a nuestra vida, nos daremos cuenta de que todo lo que el Señor ha realizado en nosotros es muy significativo. Veremos que El ha ido eliminando minuciosamente cada una de nuestras debilidades, quebrantando sin cesar la corteza que nos rodea y derribando nuestra suficiencia, nuestra necedad y nuestro egoísmo.
Espero que todos los hijos de Dios puedan ver el significado y la importancia de la disciplina del Espíritu Santo. Dios quiere que reconozcamos que por mucho tiempo nuestra condición ha sido de pobreza, rebeldía, equivocación, tinieblas, autosuficiencia, orgullo y arrogancia. Pero ahora que sabemos que la mano del Señor está sobre nosotros para quebrantarnos, debemos entregarle nuestra vida incondicionalmente y sin reservas, y orar para que la obra de quebrantamiento siga adelante en nosotros. Hermanos y hermanas, el hombre exterior debe ser quebrantado. No traten de evitar su demolición ni traten de edificar su hombre interior, pues mientras presten la atención debida a la obra del quebrantamiento, espontáneamente la obra de edificación se realizará.

JESUCRISTO ACTÚA Y VIVE CON LOS CREYENTES

En Juan 21:1-14 vemos que el Señor actúa y vive con los creyentes. En resurrección, el Señor no sólo se reunió con los hermanos, sino que también actuó y vivió con ellos. Él no sólo está con nosotros cuando nos reunimos, sino también en nuestro andar diario. Adonde nosotros vayamos, Él va. En cualquier cosa que hagamos, Él está ahí con nosotros. Ya sea que estemos bien o mal, el Señor está con nosotros.

A. Va con los discípulos al mar

En Juan 21:1-11 el Señor fue con los discípulos y se manifestó otra vez a ellos junto al mar de Tiberias. Pedro, el hermano que tomaba la delantera, fue el primero en regresar al mundo cuando dijo: “Voy a pescar” (21:3). Seis de los otros discípulos dijeron: “Vamos nosotros también contigo”. No sólo los seis discípulos siguieron a Pedro, sino también el Señor Jesús lo siguió. El Señor no le dijo: “Pedro, ¿qué estás haciendo? ¡Estás abandonando Mi llamamiento! ¿Vas a regresar al mar? Yo nunca iré contigo si vas ahí; irás tú solo”. Algunos tal vez pregunten: “Si voy al cine, ¿irá el Señor Jesús conmigo?”. Sí; Él irá con usted. No sólo está con usted en el lugar de reunión, sino incluso en una sala de cine. Sin embargo, no irá con usted al cine a darle paz, sino a incomodarlo, a perturbarle y a decirle que salga de ese lugar. Debido a que Él estará con usted en ese teatro, usted no podrá pasar un tiempo agradable y gozoso mientras se encuentre allí. Finalmente usted dirá: “Debo olvidarme de esta película, porque Jesús no me deja tranquilo”. Ésta es la vida en resurrección; en resurrección el Señor Jesús fue con los discípulos al mar.

1. Se manifiesta de nuevo para entrenar a los discípulos a conocer Su presencia invisible

El versículo 1 dice: “Después de esto, Jesús se manifestó otra vez a los discípulos junto al mar de Tiberias”. Esto demuestra que Su venida a los discípulos en Juan 20:26 era en realidad una manifestación, ya que en el versículo dice que Él “se manifestó otra vez a los discípulos”. De nuevo, Él estaba entrenándolos a vivir en Su presencia invisible. No era un asunto de Su venida, sino de Su manifestación. Ya fuera que ellos estuvieran conscientes de Su presencia o no, Él estaba con ellos continuamente. Por la debilidad de ellos, algunas veces manifestó Su presencia a fin de fortalecer la fe que tenían en Él.

2. Entrena a los discípulos a vivir por la fe en Él

El Señor se manifestó a los discípulos en el capítulo 21, y en especial a Pedro, con el fin de entrenarlos para vivir por la fe en Él. Juan 21:2-14 revela dos asuntos principales: la debilidad de los que fueron regenerados, quienes habían recibido la comisión divina de Dios, y la provisión todo-suficiente del Señor, quien puede ayudarnos a vivir en esta tierra para llevar a cabo Su comisión, Su propósito y Su testimonio. Consideremos primeramente la debilidad de aquellos que habían sido regenerados y comisionados por Dios.

a. Pedro y otros discípulos regresan a su antigua ocupación, desviándose del llamamiento del Señor

Al principio de este capítulo, vemos un cuadro de siete discípulos bajo el liderazgo de Pedro (vs. 2-3). Junto con Pedro estaban Tomás, Natanael, los hijos de Zebedeo y otros dos discípulos. El número siete representa a todo el Cuerpo. ¿Qué estaba haciendo todo el Cuerpo junto con su líder? Ellos se estaban desviando del llamamiento del Señor y regresando a su vieja ocupación (Mt. 4:19-20; Lc. 5:3-11). Pedro dijo a los otros seis discípulos: “Voy a pescar” (v. 3). Él fue a pescar con el propósito de ganarse la vida, de conseguir algo con que alimentarse. Los demás discípulos dijeron: “Vamos nosotros también contigo” (v. 3). Debido a que Pedro era el líder, los otros fueron a pescar bajo su liderazgo. De manera que, todo el Cuerpo se fue a pescar olvidándose de su comisión divina. El Señor les había dado instrucciones de que se quedaran en Jerusalén, porque ellos habían sido comisionados (Lc. 24:49). El Señor les había dicho que esperaran en Jerusalén hasta el día en que fueran investidos con el poder celestial desde lo alto. Pero lo descrito en el capítulo 21 revela que los discípulos habían abandonado su posición, cediendo dicho terreno. Al dejar Jerusalén e ir a Galilea, ellos abandonaron su posición. Ellos decidieron ir al mar a pescar. Pedro y los otros discípulos fueron a pescar para ganarse la vida. Ellos debían de haber carecido del sustento adecuado y estaban preocupados por ello. Tal vez Pedro hubiera dicho: “Sólo tenemos comida para el día de hoy, y no sé de dónde obtendremos comida para mañana. Voy a pescar”. Pero no sólo los seis discípulos fueron con él, sino que también el Señor Jesús fue con ellos.

b. El milagro de los pescadores profesionales
que no pescaron nada

En el versículo 3 se nos dice que los discípulos “fueron, y entraron en una barca; y aquella noche no pescaron nada”. Pedro y los hijos de Zebedeo (Juan y Jacobo) eran pescadores profesionales, y aunque todo estaba a su favor —el mar de Tiberias era grande y estaba lleno de peces y la noche era el tiempo ideal para pescar— ellos no pescaron nada en toda la noche. ¡Esto fue un milagro! Ellos echaron la red una y otra vez durante toda la noche, pero no pescaron ni un solo pez. Ciertamente el Señor les mandó a todos los peces que se apartaran de la red. Tal vez el Señor Jesús mandó a los peces diciendo: “Peces, manténganse alejados de esta red”.

El milagro de no atrapar ningún pez les enseñó algo a Pedro y a los otros discípulos, y también nos enseña algo a nosotros el día de hoy. No debemos pensar que podemos simplemente alejarnos del Señor, buscar un trabajo y ganarnos la vida. Si el Señor dispone que todos los trabajos se alejen de nosotros, jamás podremos hallar uno. No debemos pensar que podemos irnos al mar tan fácilmente y obtener una gran cantidad de pescados. Si pescamos bajo la dirección del Señor y conforme a Su voluntad, ciertamente pescaremos algo. Pero si no lo hacemos en conformidad con la voluntad del Señor y salimos por nosotros mismos, es posible que todos los peces sean alejados de nosotros y por la soberanía de Dios se aparten de nosotros. Como creyentes regenerados y comisionados por el Señor, debemos ir y hacer las cosas en conformidad con Su voluntad, incluso en lo tocante a ganarnos la vida. Puesto que fuimos regenerados y el Señor nos dio una comisión divina y celestial, debemos andar conforme a Su voluntad. No debemos tener un concepto natural acerca de cómo ganarnos la vida. Otros podrán hacerlo, pero nosotros no. Tal vez había muchos incrédulos pescando en el mar de Tiberias al mismo tiempo que los discípulos, y puede ser que ellos tuvieran una pesca exitosa. Sin embargo, estos discípulos creyentes laboraron toda la noche y fueron los únicos a quienes los peces les fueron ahuyentados. Esto fue un milagro. Por lo tanto, no debemos pensar que podemos simplemente irnos al mar y pescaremos muchos peces. Si lo hacemos por nosotros mismos, probablemente no obtendremos nada.

Los versículos 4 y 5 dicen: “Cuando ya iba amaneciendo, se presentó Jesús en la playa; mas los discípulos no sabían que era Jesús. Y les dijo: Hijitos, ¿no tenéis algo de comer? Le respondieron: No”. El Señor Jesús se apareció cuando “ya iba amaneciendo”. El Señor no vino, sino que se apareció. En el versículo 14 vemos que Jesús “se manifestaba a Sus discípulos”. Antes de que el Señor se presentara en la playa, Él ya estaba ahí. Cuando los discípulos estaban en la barca pescando, el Señor también se encontraba ahí, porque Él estaba dentro de ellos. Pero en este momento en particular, el Señor se apareció y se mostró a ellos.

c. Los discípulos pescan abundantemente
cuando regresan a la posición correcta

Podemos comparar Juan 21:5 con Lucas 24:41-43. Cuando los discípulos estaban en la posición correcta, como en Lucas 24:41-43, ellos tenían incluso en la casa más peces de los que necesitaban, por lo que le ofrecieron una porción al Señor. Sin embargo, aquí se habían apartado del camino. De manera que, después de pescar toda la noche, no habían pescado nada —y eso que estaban en el mar— ¡no tenían ni un solo pescado! No sólo no tenían nada que ofrecer al Señor, sino que no tenían ni para alimentarse ellos mismos. El Señor les preguntó si tenían pescado para alimentarse, y ellos dijeron: “No”. Su respuesta debe haberles provocado mucha vergüenza. Si yo hubiera sido Pedro, me habría avergonzado al responder a la pregunta del Señor.

d. El milagro de pescar una gran cantidad de peces
al obedecer la palabra del Señor

El versículo 6 dice: “Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces”. La mañana (v. 4) no era el tiempo apropiado para la pesca; no obstante, cuando ellos obedecieron la palabra del Señor y echaron la red, cogieron peces en abundancia. ¡Esto indudablemente fue un milagro! Seguramente el Señor ordenó a los peces que entraran a la red. Este milagro les abrió los ojos, y “aquel discípulo a quien Jesús amaba dijo a Pedro: ¡Es el Señor!” (21:7). Juan fue el primero en reconocer que era el Señor. Cuando Pedro supo que era el Señor, se echó al mar y se le acercó. Los otros discípulos vinieron con la barca, arrastrando la red llena de peces.

e. El Señor llama y restaura a Pedro
valiéndose de los milagros de la pesca

En Lucas 5:3-11, el Señor llamó a Pedro al hacer un milagro de pesca. Aquí lo recobró a Su llamamiento con otro milagro de pesca. El Señor es consistente en Su propósito.

f. El milagro de tener preparado
un pescado en la tierra

Cuando los discípulos descendieron a tierra, “vieron brasas puestas, y un pez encima de ellas, y pan” (v. 9). Pedro y los discípulos vieron claramente el pescado sobre las brazas y el pan. No había necesidad de pescar ningún pez del mar, porque ya el pescado estaba listo en la tierra. El Señor realizó este milagro para enseñarle a los discípulos que si estaban bajo Su voluntad encontrarían peces en cualquier lugar, incluso en la tierra. Pero si no estaban bajo Su voluntad, no encontrarían peces ni aun en el mar. Atrapar peces no depende de nuestra habilidad natural, sino de Su voluntad, pues Él es soberano y todo se encuentra bajo Su control. Aun en un lugar donde la gente piensa que normalmente no hay peces, el Señor preparará pescados para nosotros, no directamente del mar, sino ya cocinado y preparado para nosotros.

En este capítulo vemos tres milagros, los cuales indican tres señales: el milagro de no pescar nada (v. 3), el milagro de la pesca abundante (v. 6) y el milagro del pescado sobre el fuego y el pan (v. 9). Aquí el Señor entrenaba a Pedro para que tuviera fe en Él en cuanto al sustento. Pedro y los que estaban con él intentaron pescar toda la noche, pero no obtuvieron nada. Luego, al obedecer la palabra del Señor cogieron una gran cantidad de peces. No obstante, sin estos peces e incluso estando en tierra firme donde no hay peces, el Señor preparó pescado y hasta pan para los discípulos. Esto fue un milagro. Con esto el Señor los entrenó para que reconocieran que si Él no los guiaba, no pescarían nada aunque fueran al mismo mar, donde siempre hay peces, y lo hicieran en la noche, el mejor tiempo para pescar; debían comprender que si seguían la dirección del Señor, Él podría proveer peces para ellos, aunque fuera en tierra firma, donde no hay peces, y aunque fuera en la mañana, que es el peor momento para pescar. Aunque ellos recogieron muchos peces conforme a la palabra del Señor, Él no usó esos peces para alimentarlos. Esto fue una verdadera lección para Pedro. En cuanto a procurar su sustento, él necesitaba creer en el Señor, quien “llama las cosas que no son, como existentes” (Ro. 4:17).

B. Vive con los discípulos

El Señor no sólo se movía con los discípulos, sino que vivía con ellos. En los versículos del 12 al 14 Él preparó el desayuno y lo sirvió a Sus discípulos. Las palabras del Señor: “Venid, comed” indican el cuidado y la gracia de Su parte para suplir las necesidades de Sus llamados. El Señor no dijo: “Pedro, el desayuno está listo, ven y sírvete”. No; el versículo 13 dice: “Vino Jesús, y tomó el pan y les dio, y asimismo del pescado”. En la provisión del Señor, el pan representa las riquezas de la tierra, y los peces, las riquezas del mar. ¡Cuán bueno es el Señor! Él sirvió el alimento a los discípulos. Este cuadro dice más que mil palabras. Aunque el Señor no reprendió a Pedro, yo creo que Pedro jamás olvidó esta lección.

¿Cómo se habría sentido si usted fuera Pedro? Si yo fuera Pedro, me habría cubierto el rostro de vergüenza. No habría sabido ni qué decir al Señor. ¿Podría acaso Pedro haber dicho: “Señor, ¿cómo estás?”. O haber dicho: “Señor, discúlpame por haber abandonado la posición correcta y haber venido aquí a pescar”. Aunque Pedro no tenía cara para comer, probablemente tenía tanta hambre que tuvo que hacerlo. Probablemente Pedro no comió mucho y, si comió, quizás lo hizo avergonzado. Pedro estaba en una situación difícil. Por un lado, el pescado que tenía en la mano había sido cocinado por el Señor; por otro, él miraba la cantidad de peces que había en la red. Esto fue una gloria para el Señor, pero fue una lección para Pedro.

Ésta es una lección muy interesante. No necesitamos palabras descriptivas; basta con mirar este cuadro. El Señor les mostró que algunos pescados habían sido ya preparados. Así que, no había más necesidad de que ellos fueran al mar. En realidad, el Señor les decía: “Si Yo deseo que vayáis al mar a pescar, os diré que lo hagáis. Mirad estos ciento cincuenta y tres pescados. No eran necesarios todos estos pescados, porque Yo ya tenía cocinado suficiente pescado para vosotros”. De nuevo, si yo hubiera sido Pedro, me habría sentido muy avergonzado. Por un lado, le habría agradecido al Señor, pero por otro, me habría dicho a mí mismo: “¡Qué insensato soy! No es necesario venir aquí a pescar poniendo a un lado la voluntad del Señor”.

Lo relacionado con nuestro sustento diario es muy práctico. Por esto el Evangelio de Juan tiene este capítulo adicional. Ya que somos los hijos regenerados de Dios, quienes recibimos la comisión divina, el Señor ciertamente cuidará de nuestro sustento diario. Debemos aprender la lección de no abandonar la comisión del Señor por ganarnos la vida. No debemos dejar la carga del Señor para ocuparnos de nuestra subsistencia. No somos gente del mundo; somos hijos de Dios. Debemos buscar primeramente el reino de Dios y Su justicia, y entonces el Señor añadirá la provisión necesaria para nosotros (Mt. 6:33). Él se ocupará de nuestras necesidades. Si verdaderamente fuimos comisionados por el Señor para llevar Su carga, Su obra y Su testimonio, podemos estar en paz y tener la seguridad de que el Señor nos dará todo lo que necesitamos. Ésta es la lección que recibimos en esta porción de Juan 21.

Miremos este cuadro una vez más. Los discípulos se esforzaron toda la noche y no pescaron nada. Entonces el Señor se presentó a ellos y les dijo que echaran la red a la derecha de la barca, y ellos obtuvieron una gran cantidad de peces. Aquellos pescados fueron innecesarios, pues el Señor ya tenía preparado pescado y pan para ellos. Esta lección fue inculcada por medio de milagros y no de palabras solamente. El Señor no instruyó a Pedro y a los demás discípulos dándoles un discurso, un sermón o un mensaje. Él les dio una lección por medio de tres milagros. El primer milagro consistió en que siete hombres no pescaron ni un solo pez en toda la noche; el segundo, en que ellos finalmente pescaron ciento cincuenta y tres peces en una sola red al obedecer la palabra del Señor; y el tercero, en que sin utilizar ninguno de los peces que sacaron del mar, algo de pescado y pan ya había sido preparado en tierra. El Señor les enseñó una lección a Sus discípulos por medio de estos tres milagros.

Los discípulos aprendieron que sobre todo debían encargarse de la comisión del Señor y confiar en Él para su sustento diario. Así pues, debemos ocuparnos de la obra y del testimonio del Señor en lugar de preocuparnos por nuestro sustento. Si descuidamos la comisión del Señor por ocuparnos de ganarnos la vida, fracasaremos. En Juan 21:2-14 el Señor dio a Sus discípulos una gran lección acerca de su sustento, mostrándoles que no depende de su habilidad natural, sino de la voluntad del Señor. Si estamos en la voluntad del Señor y sometida a ella, Él proveerá el medio de vida para nosotros aun en las situaciones más difíciles. No obstante, si seguimos la manera natural y nos vamos al mar, es decir, al mundo, a buscar un empleo para ganarnos la vida, fracasaremos. Si el Señor nos llamó, no debemos preocuparnos por nuestro sustento. El Señor Jesús tiene la manera de preparar pescado sin ir a pescar. Él se ocupará de suplirnos alimento, porque Él llama las cosas que no son como existentes. El Señor, quien nos llamó, nos cuidará y nos sustentará.

LA MEZCLA DE LO DIVINO CON LO HUMANO

La casa del Señor en el Antiguo Testamento primero era el tabernáculo y luego en el templo. En el tabernáculo y en el templo había dos materiales principales: la madera de acacia y el oro. La madera estaba cubierta con el oro y unida, entrelazada, por el oro. Cuarenta y ocho tablas de madera de acacia conformaron la parte principal del tabernáculo. Todas estas cuarenta y ocho tablas fueron cubiertas de oro. Había anillos de oro en cada tabla que servían para unir las tablas (Ex. 26:24). Además había barras de acacia cubiertas de oro que pasaron por en medio de las tablas para conectarlas (26:26-29). La madera de acacia representa la naturaleza humana, y el oro, la naturaleza divina. Las naturalezas divina y humana tienen que ser edificadas juntas y mezcladas como una sola. De esta manera, la morada del Señor, el templo del Señor, es la mezcla de lo divino con lo humano.

La primera mención de la casa de Dios se encuentra en Génesis 28 con Jacob. Jacob tenía una escalera erigida en la tierra y los ángeles de Dios subían y descendían por ella (v. 12). Cuando Jacob se despertó, dijo: “No es otra cosa que casa de Dios, y puerta del cielo” (v. 17). El versículo 18 dice: “Y se levantó Jacob de mañana, y tomó la piedra que había puesto de cabecera, y la alzó por señal, y derramó aceite encima de ella”. Entonces Jacob llamó el lugar Bet-el, que significa casa de Dios (v. 19). La piedra con el aceite derramado encima es Bet-el, el templo de Dios, la casa de Dios. Nosotros somos la piedra, y Dios es el aceite. Así que, en este cuadro podemos ver de nuevo el principio de la mezcla de Dios con el hombre. La casa de Dios, el templo de Dios, es la mezcla de lo divino con lo humano.

Cuando Dios se encarnó, la naturaleza divina se mezcló con la naturaleza humana. Jesús, el Dios encarnado, era la mezcla de las naturalezas divina y humana, y nos dijo que El era el templo (Jn. 2:20-22). Por medio de la muerte y la resurrección del Señor, este templo se agrandó y llegó a ser la iglesia, el Cuerpo de Cristo (1 Co. 3:16). La iglesia como templo de Dios es la mezcla de Dios con el hombre de manera corporativa. Había no sólo una tabla en el tabernáculo, sino cuarenta y ocho tablas cubiertas de oro. Esta mezcla de Dios con el hombre es una habitación mutua, la morada de Dios y la de los que le buscan a El. Los que buscan más de Dios son Su morada, y El es la morada de ellos. Por medio de la muerte y la resurrección de Cristo, ha sido cumplida la mezcla de Dios con Su pueblo escogido y redimido para producir la morada mutua.

LA GROSURA DE LA CASA DEL SEÑOR

Lectura bíblica: Sal. 23:6; 36:8-9; 27:4; 84:3, 10; 90:1; Cnt. 2:3

LA INTENCION DE DIOS:
QUE EL HOMBRE LE DISFRUTARA COMO ALIMENTO

Cuando el hombre fue creado, Dios primero se le presentó al hombre como el árbol de la vida en forma de alimento. Cuando comemos, ese alimento llega a ser parte de nosotros. Esta es la misma intención que Dios tiene con respecto a nosotros, a saber, que nosotros le tomemos como alimento para ser mezclados con El a fin de expresarle en este universo. La primera mención de algo en las Escrituras siempre constituye un principio gobernante, un principio que gobierna todo lo que el Señor hace con nosotros. El principio básico de la manera en que Dios trata Su pueblo consiste en que ellos le disfrutaran como alimento, como su provisión de vida.

El Evangelio de Juan nos dice que un día este Dios, quien en el principio se le presentó al hombre como alimento, se encarnó como hombre. Dios en la forma de un hombre volvió a presentársele a él como alimento, como el pan celestial de vida (6:35, 57), para que el hombre participara de El. En Génesis 2, en el principio, Dios se le presentó al hombre como el árbol de la vida en forma de alimento. En Juan 6, después de la encarnación, Dios hizo lo mismo. Se le presentó al hombre como el pan de vida para que el hombre participara de El. En Juan 6:57 el Señor Jesús dijo: “El que me come, él también vivirá por causa de Mí”.

Antes de que el hombre participara del árbol de la vida, Satanás intervino haciendo caer al hombre. Después de la caída, Dios todavía se le presentó al hombre, no como la vida vegetal sino como la vida animal. Esto se debe a que después de la caída lo que se necesita es el derramamiento de sangre. Después de la caída, necesitamos la redención, así que en Génesis 3 un cordero fue preparado y provisto por Dios para Su pueblo caído (v. 21). Exodo 12 nos muestra que con el cordero redentor todavía tenemos el disfrute de comer. La sangre derramada del cordero es para redención, pero la carne de este cordero sirve como alimento del cual los redimidos pueden comer (vs. 8-9). El cordero nos lleva de nuevo al árbol de la vida. Si el hombre no hubiera caído, la vida vegetal habría sido suficiente para su disfrute. Pero después de la caída, el hombre necesita no sólo la vida vegetal, la cual es la vida que nutre, que hace generar, sino también la vida animal, la cual redime. La vida animal tiene que ver con el derramamiento de la sangre para redención, lo cual nos puede llevar de nuevo al disfrute de la vida que nutre y que hace generar.

Juan nos dice que el Cordero que quita el pecado del mundo es Cristo mismo, quien es el verdadero Dios (1:1, 29). Además de comerse el cordero pascual también se comía el pan sin levadura. El pan representa la alimentación. Después de ser redimidos, tenemos que alimentarnos del Señor y recibir nutrición de El. Junto con el pan sin levadura los hijos de Israel debían comer las hierbas amargas. Todos los aspectos de la Pascua tenían como fin el disfrute del pueblo escogido del Señor.

En el desierto los hijos de Israel pasaron a disfrutar el maná celestial, el agua viva de la roca herida y todas las diferentes ofrendas relacionadas con el tabernáculo. El libro de Levítico nos muestra el holocausto, la ofrenda de harina, la ofrenda de paz, la ofrenda por el pecado, y la ofrenda por la transgresión. Todas estas ofrendas tipifican diferentes aspectos de Cristo que podemos disfrutar, y todos ellos, menos el holocausto, podían comerse. Cristo llega a ser nuestro disfrute por causa de Su redención y mediante ella. Además de estas ofrendas tenemos la ofrenda mecida y la ofrenda elevada. La ofrenda mecida tipifica al Cristo resucitado. Cristo se está “meciendo” en resurrección. La ofrenda elevada tipifica al Cristo ascendido. El es Aquel que ha sido elevado a las alturas del universo. El Cristo resucitado y ascendido ha llegado a ser nuestro disfrute en plenitud.

LA PLENITUD DEL DISFRUTE DEL SEÑOR

Junto con todas las ofrendas tenemos el tabernáculo, y con el tabernáculo viene el sacerdocio. Finalmente, en el Antiguo Testamento, la consumación es el templo. Muchos no tienen el concepto correcto en cuanto al templo. Tal vez pensamos que el templo sólo es algo para Dios, que es simplemente la morada de Dios. Pero debemos entender que el templo de Dios, la casa de Dios, no sólo es para Dios sino también para nosotros. El templo es la máxima expresión de Dios mismo como nuestro disfrute. Dios como templo llega a ser nuestra morada. Esto corresponde con lo narrado en el Evangelio de Juan. En Juan 15 el Señor nos manda a permanecer en El (v. 5), lo cual indica que El es nuestra morada. En Juan 14 el Señor Jesús dice que en la casa de Su padre hay muchas moradas y que El iba a preparar un lugar para nosotros. Juan 14 y 15 también revelan que somos las moradas del Señor y que el Señor mismo es nuestra morada. Juan 15:4a dice: “Permaneced en Mí y Yo en vosotros”. El Señor y nosotros permanecemos el uno en el otro mutuamente; ésta es una morada mutua.

La intención de Dios es hacerse nuestro disfrute en muchos aspectos para poder forjarse en nuestro ser a fin de que seamos totalmente unidos a El y mezclados con El. Los tipos, las figuras y las sombras del Antiguo Testamento proveen un cuadro claro mostrándonos que la intención de Dios es presentarse a nosotros como nuestro disfrute. Necesitamos aprender a disfrutarle. Debemos disfrutarle como nuestra vida, nuestro alimento, nuestra bebida, nuestra luz, nuestro aire, nuestra morada, y como nuestro todo. Salmos 90:1 dice: “Señor, tú nos has sido refugio de generación en generación”. El Señor no sólo es nuestra vida, nuestro alimento, nuestra bebida, luz y aire, sino que también es nuestra morada. Tenemos que morar en El. Disfrutarle a El en tantos aspectos depende de que comprendamos que el Señor es el árbol de la vida. La casa del Señor es la máxima expresión del árbol de la vida y el máximo disfrute de lo que el Señor es para nosotros.

En el salmo 23 hay cinco pasos de la experiencia de ser pastoreado por el Señor: los pastos verdes (v. 2), las sendas de justicia (v. 3), el valle de la sombra de la muerte (v. 4), el campo de la batalla (v. 5), y morar en la casa del Señor para siempre (v. 6). El versículo 6 describe la plenitud del disfrute del Señor: “Ciertamente el bien y la misericordia me seguirán todos los días de mi vida”. La plenitud del disfrute del Señor es disfrutarle a El como la morada.

En el Evangelio de Juan el Señor Jesús se revela primero como el tabernáculo (1:14) y luego como el templo (2:19-21). El mismo es el templo, la casa del Señor. Morar en la casa del Señor significa disfrutar al Señor al máximo. El salmo 23 nos muestra que somos las ovejas que el Señor pastorea y hemos de disfrutarle en muchos aspectos, tales como los pastos verdes, las sendas de justicia y finalmente como la morada, el templo de Dios.

LA GROSURA DE LA CASA DEL SEÑOR

Salmos 36:8 dice: “Serán completamente saciados de la grosura de tu casa, y tú los abrevarás del torrente de tus delicias”. Podemos decir que estamos satisfechos con el Señor pero, ¿tenemos algunas experiencias de ser completamente saciados de la grosura de la casa del Señor? ¿Qué es la grosura de la casa del Señor? Es la fuente de la vida, la cual es el Señor mismo. La fuente de la vida está en la casa del Señor. Salmos 36:9 dice: “Porque contigo está el manantial de la vida; en tu luz veremos la luz”. Con esta fuente de vida está la luz, lo cual corresponde definitivamente con Juan 1:4: “En El estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres”. La grosura de la casa del Señor es el manantial de la vida, donde se origina la luz. Cuando nosotros disfrutamos al Señor Jesús como nuestra vida, sentimos que somos iluminados.

En el lugar santo del tabernáculo el sacerdote que servía iba primero a la mesa del pan de la proposición, la cual tipifica al Señor como nuestro pan de vida, nuestro suministro de vida. Luego avanzaba al candelero, el cual representa a Cristo como la luz de vida (Jn. 8:12). Cuando disfrutamos al Señor como la vida, disfrutamos la luz de vida y sentimos algo dentro de nosotros que está resplandeciendo. Cuanto más disfrutamos al Señor como la vida, más sentimos que somos llenos de la luz e iluminados interiormente. Del candelero el sacerdote luego iba al altar del incienso para quemar el incienso, lo cual tipifica nuestra oración que asciende al Señor como un olor grato para El. Esto nos muestra la grosura de la casa del Señor, la cual proviene de la experiencia que tenemos del manantial de la vida y de la fuente de la luz.

Cuando usted experimente al Señor de esta manera, o sea como vida y como luz y como el olor grato de incienso en la oración que ofrece a Dios, inmediatamente sentirá la necesidad de edificar el Cuerpo, la casa del Señor, la vida corporativa de iglesia. Cuanto más disfrute usted a Cristo como vida, más deseo, hambre y sed tendrá por la vida de iglesia. Cuanto más disfrute al Señor, más sentirá la necesidad de tener comunión con otros. Cuando entre en la vida de iglesia, en la casa del Señor, ésta le llevará de nuevo a las muchas experiencias de Cristo y enriquecerá y fortalecerá estas experiencias. Entonces estará usted abundantemente saciado de la grosura de la casa del Señor. Verá que el manantial de la vida y la fuente de la luz están en la casa del Señor. Si usted no está en la casa del Señor, puede recibir un anticipo del manantial de la vida y la fuente de la luz, y este anticipo le llevará a la vida de iglesia y hará que entre usted en ella. Cuando entre en la vida de iglesia, en la casa del Señor, dirá: “Aquí está el lugar donde se hallan el manantial de la vida y la fuente de la luz”. Tendrá la verdadera sensación de la dulzura, la grosura, de la casa del Señor.

DEBEMOS ABRIRNOS AL SEÑOR

Juan 3:6 nos dice que nacimos de Dios en nuestro espíritu. Y Juan 4:14 dice: “El agua que Yo le daré será en él un manantial de agua...” Las palabras “en él” son cruciales en Juan 4:14. Este manantial viviente de agua es Cristo, la propia corporificación del Dios Triuno procesado, quien ha llegado a ser el Espíritu vivificante que mora en nuestro espíritu. Como manantial de agua viva, el Señor siempre espera la oportunidad para brotar de nuestro interior. Desde el momento en que usted recibió al Señor inicialmente, tal vez no se haya abierto a El desde lo profundo de su ser. Si es así, el espíritu de usted se ha convertido en una prisión, una cárcel, para Cristo. Es posible que Cristo esté encarcelado en usted. Quizás usted tenga sed, porque la fuente, el manantial, en usted está cerrada; no fluye.

Si usted espera que de los cielos el Señor sacie su sed, que le dé agua de arriba, eso es incorrecto. Si va a pedir que el Señor sacie su sed, que le dé agua, usted tiene que abrirse a El. Cuando usted se abra, el Cristo que mora en usted saltará y fluirá (Jn. 7:37-39a). Cuanto más salte El, más del agua le dará a usted. Su sed será saciada desde adentro, y no de arriba. El manantial fue puesto en usted. La fuente de agua está en nosotros, en nuestro espíritu. Esto se comprueba con Juan 4:24. El Señor es el Espíritu, y si vamos a tocarle, tenemos que hacerlo en nuestro espíritu, lo cual significa que debemos aprender a abrirnos. Para poder ejercitar nuestro espíritu, necesitamos abrir nuestro ser.

Alabado sea el Señor que el árbol de la vida ha sido plantado en nosotros. Lo que necesitamos hacer es liberarle. Debemos aprender a liberar el Espíritu. Entonces le disfrutaremos como el aire, el agua, el alimento, la luz y, de manera completa, como el propio árbol de la vida. Esto es lo que nosotros los cristianos necesitamos ahora. No debemos tomar lo que hemos dicho como enseñanza. Tenemos que poner en práctica lo que oímos y siempre ir al Señor sabiendo que El es mucho para nosotros y que vive en nosotros.

Debemos ejercitarnos para abrir nuestro ser a fin de tocarle a El. Entonces sabremos cuán real, cuán fresco, y cuán refrescante El es para nosotros y también cuán disponible es para nosotros. Disfrutando así al Cristo que mora en nosotros, el árbol de la vida, no sólo nos salvará, nos librará, nos corregirá y nos regulará, sino que también nos transformará. Necesitamos conocer a Cristo como el árbol de la vida. Necesitamos conocer a este Cristo viviente en vida para que el Cristo que mora en nosotros como vida interior pueda transformar todo nuestro ser interior.